Meditación y dolor
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Meditación y dolor


La práctica del Chan se puede definir como una práctica de cuerpo perdido, cuerpo reencontrado. El cuerpo que se trata de perder, de trascender, mutilándolo o inmolándolo si es preciso, es el cuerpo común, vulgar "saco de piel" o "de excrementos" – como lo repite ad nauseam el maestro zen durante las sesiones colectivas de meditación, que parecen consistir, ante todo, en superar el dolor físico inducido por una prolongada posición sentada. El cuerpo que intentamos alcanzar, o más bien reencontrar, al término de estas mortificaciones, es un cuerpo glorioso, el cuerpo de Buda. De ahí la posición hierática de la meditación sentada, completo control. Inmovilidad, asiento perfecto, distancia interior: el practicante se inmoviliza en una postura que simboliza y anticipa la maestría.
Bernard Faure, Sexualités bouddhiques : Entre désirs et réalités, Aix-en-Provence, Éditions Le Mail, 1994, p. 41.


El aprendizaje de la meditación permite descubrir un espacio de libertad interior. Nos encontramos – ¿nos reencontramos? – en un profundo estado de sosiego y tranquilidad. De hecho, estos mismos términos no son demasiado adecuados ya que hablar de sosiego o de tranquilidad todavía conduce a términos opuestos como agitación o lucha. Se opera una transformación en la que toda oposición se vuelve caduca: uno ya no se siente agitado o no agitado y está totalmente "cómodo". Aquellos que practican la meditación, especialmente los debutantes, con frecuencia son confrontados, sin embargo, a otra manera de ser de la meditación donde no se encuentran demasiado cómodos : sufren en sus cuerpos. El tema es poco evocado por los meditadores. Para los enseñantes, frecuentemente debido a un zen japonés de temperamento marcial, el sufrimiento físico es percibido como algo normal, incluso necesario. Sin embargo, esta cuestión del dolor debe ser aclarada; el estado de intenso sufrimiento físico que a veces podemos experimentar durante la meditación, es, de hecho, antinómico con el estado apacible del samâdhi.

BodhidharmaEs sorprendente que casi nunca se hable de esta experiencia del dolor. La literatura zen actualmente disponible es muy extensa, encontramos numerosos manuales de meditación, pero ninguno menciona lo vivido por los practicantes con todas sus dificultades. Como mucho se habla extensamente sobre las alucinaciones que, en resumidas cuentas, sólo atañen a poca gente. Pero nada sobre el sufrimiento físico. La vivencia interior real está, por decirlo así, desacreditada. Sin embargo, cualquiera que haya experimentado retiros zen al estilo japonés sabe que el dolor es un compañero habitual durante las sesiones de meditación.

En numerosos centros zen occidentales, los practicantes viven con frecuencia la meditación como una prueba. Para muchos, las largas series de meditación crean un estado de hipersensibilidad e invasión dolorosa del ser. Como se les pide no moverse, la mayoría de ellos deben entonces arreglárselas con su sufrimiento: para uno, un ligero movimiento del cuerpo, para el otro, un carraspeo de garganta. Cuando este se vuelve demasiado apremiante deben inventar estratagemas y derivativos mentales, para llenar el tiempo y así desmovilizar el dolor. Georges Frey que enseña en Francia con su nombre zen, Taikan Jyoji, y que vivió varios años en el monasterio de Shôfukuji en Kobé lo explica cláramente: "Hay dos posibilidades para huir de las dificultades durante zazen: la primera consiste en practicar la concentración en el kôan o en la respiración. Olvidamos la realidad, sobrepasamos el dolor. Así el tiempo pasa rápido. Pero me resulta imposible permanecer concentrado más de media hora por día. Entonces, pongo en práctica la segunda posibilidad, que consiste en crearse películas mentales." [1]. El espíritu está entonces sobre el viviente, prendido en un vaivén continuo entre ¿puedo o no puedo soportarlo? Acechando el mínimo ruido que indicara la proximidad del fin de la meditación. Los previsores toman analgésicos y otros bálsamos para las articulaciones. Puesto que todo buen meditador lo sabe: ¡Puede doler!

Con frecuencia se oye que no se debe negociar con el dolor, que hay que superarlo. Un discurso recurrente quiere, en efecto, que el dolor tenga un valor positivo. Sería incluso necesario: el dolor permitiría una mejor concentración, incluso desbaratar las trampas del "ego". Discurso paradójico, ya que el objetivo del budismo es la erradicación del sufrimiento: sufriendo no sufriréis más. Leamos un poco mas el diario de Georges Frey: "Tomo, la primera noche, la firme resolución de no moverme más, pase lo que pase. Aunque mis piernas deban desprenderse de mi cuerpo, aún a riesgo de morir sobre mi cojín, no cambiaré la postura. Así he modificado mi enfoque del dolor. Ya no intento huir de él. Lo espero firmemente. Es la única forma de que mi meditación pueda profundizarse. A pesar del sufrimiento, inevitable, no me muevo. Debo superarlo, si no siempre tendrá la última palabra. Comprendo que debo dominar el dolor o permanecer dominado por el. No hay otra elección que ponerme en constante tensión espiritual, dominar para no ser dominado." [2]. Dominar para no ser dominado: en el zen japonés hay cierta cultura de la violencia y de la virilidad. Los novicios realizan la experiencia en los monasterios experimentando, no sólo los dolores físicos de la meditación, sino también el sufrimiento moral, la frustración y la humillación de los más veteranos.

Si es cierto que el dolor modifica nuestra relación con el mundo – podríamos calificarla de sustracción, sustracción al propio ser, a las percepciones – no puede conducir al estado de samâdhi. Hablo, por supuesto, de un dolor total, invasor, no de los simples calambres que a veces sentimos. La confusión psico-corporal (¿qué es el tiempo?, ¿qué es el espacio para la persona que sufre?) que induce un cuerpo doloroso esta en contra de un estado de tranquilidad y sosiego. La meditación nos introduce a una nueva relación con nosotros mismos, esencialmente no violenta. El dolor, por el contrario, está enteramente hecho de violencia. Violencia contra uno mismo, violencia contra el prójimo. En numerosos centros es, de hecho, el signo de una coacción, la de la sumisión al grupo. Una coacción que nos infligimos, pero sobre todo, puesto que es consentida, que inflige el grupo. Esta implica al meditador en una relación interactiva. El dolor no es sólo una sensación, es ante todo significación. Este punto raras veces se aclara. Marcando la carne, el dolor materializa la pertenencia al grupo de los cuerpos.

Esta dimensión interpersonal del dolor se revelará en las sesshin (retiros zen a la japonesa) donde se volverá, de sesión en sesión, poco a poco, la experiencia central de la meditación. Habría que escribir una fenomenología de la sesshin. A razón de ocho a catorce horas de meditación diaria la sesshin se transforma, para cuerpos poco habituados, en una prueba donde el dolor toma casi un valor iniciático... La ligereza o el ánimo descritos por los que salen de un retiro de este tipo va en función de las dificultades que hayan encontrado. El zendô, el dôjô, se convierte en la arena, en el lugar cerrado donde cada uno, al mismo tiempo testigo y actor, participa en un dolor colectivo. Los límites entre yo y el prójimo se disuelven: ¿qué puede hacer mi vecino ante la irreductibilidad de mi sufrimiento? ¿también la sufre él? Sin embargo, a veces llego a percibir un movimiento imperceptible, su quejido silencioso. Tan lejos y tan cerca de los otros, esta es la paradoja de ese lugar.

¿Es similar esta vivencia en los orientales? No olvidemos que el dolor no es sólo una simple reacción fisiológica. Las percepciones, las reacciones, las manifestaciones del dolor cambian según la historia personal, relacional y cultural. "Aunque el umbral de sensibilidad sea cercano para la totalidad de las sociedades humanas, el umbral de dolor al que reacciona el individuo y la actitud que por tanto adopta, están esencialmente ligados al tejido social y cultural." [3]. Lamentablemente, no existe un estudio comparativo sobre la vivencia de la meditación de los orientales y de los occidentales pero podemos suponer que la agudeza, la apreciación y la integración del dolor en un contexto japonés es muy diferente al nuestro. Georges Frey, suizo educado en una cultura europea, puede aclararlo en sus múltiples aspectos. El hecho de que lo escriba (que no solo se imprima en su carne sino también su discurso) es significativo. ¿Podría un japonés tan sólo hablar de ello?

Trois petits moines...En el zen extremo-oriental, la Rohatsu sesshin ocupa una lugar particular. Conmemora la iluminación del Buda y dura desde el 1 al 8 del 12º mes lunar (actualmente del 1 al 8 de diciembre en Japón, que ha adoptado nuestro calendario). Se practica en Japón, China y Corea. Se trata de meditar de una manera casi ininterrumpida durante una semana. Tradicionalmente, sólo se duerme unas horas sentado. Esta sesshin es vivida por sus participantes, según los testimonios que se pueden leer aquí o allá, como una intensa prueba física donde la privación del sueño se sobreañade al dolor... Se asimila a un rito de iniciación: se trata de morir y renacer. En el monasterio japonés de Tenryûji, el retiro se retrasa para que termine simbólicamente en el solsticio de invierno. Según las palabras de Omori Sôgen: "Cuando se traspasa el umbral del renacimiento del solsticio de invierno, yin (la oscuridad) se vuelve yang (la luz), simbolizando el renacimiento a la propia naturaleza original después de la propia experiencia de la Gran Muerte." [4]. La función de la sesshin como rito de paso, donde el sufrimiento físico y psíquico es central, aparece particularmente en la escuela zen Sambô Kyôdan fundada por Hakuun Yasutani (1885-1973). Este sufrimiento parece el precio de la iluminación. De la primera sesshin conducida por Yasutani en Hawaii, en 1962, Eidô Shimano, que enseña actualmente el zen en Estados Unidos, informa que fue: "Tanto histérica como histórica. Se acabó con lo que Yasutani rôshi consideró como cinco experiencias de kenshô [iluminación]." [5]. La introducción de estos retiros intensivos parece tardía en la historia del zen. No es mencionada, por ejemplo, por Dôgen (1200-1253).

Entonces, ¿hace falta el elogio al dolor? ¿forzarse, sufrir? ¿Hace falta creer que "el dolor no es un fin en sí, sino que obliga a realizar esfuerzos de sobrepasar los propios límites: esfuerzos necesarios para lograr la experiencia zen?" [6], es decir que "las austeridades ascéticas zen son siempre practicadas en el límite de las posibilidades humanas. Si del 1 al 8 de diciembre, durante la Rohatsu, practicamos zazen casi sin interrupción, es la prueba de que el ser humano puede estar sin dormir durante ocho días." [7]. Sin embargo el desgarro interior provocado por el dolor no se confunde con la iluminación. Todo dolor mayor paraliza el samâdhi. El dolor es un cierre. Nos cierra sobre nosotros mismos. El cuerpo ya no es ese compañero silencioso, grita y sus gritos cubren todos los sonidos del mundo. En oposición, la meditación es total apertura. El dolor es una prisión, la meditación es una liberación.

Estas observaciones no animan a la laxitud ni a disminuir el tiempo de la meditación. La verdadera cuestión es la siguiente: ¿meditamos, o aparentamos practicar? Leamos nuevamente a Georges Frey: "Con el ojo aguzado, veo entrar al Maestro. Sujeta un corto bastón plano. Avanza, lentamente, escruta y juzga a cada bonzo como un coronel que pasa revista a sus tropas. Estamos firmes, en posición sentada, aparentando estar en samâdhi." [8]. La comparación es destacable. Para un japonés, el entrenamiento militar y el entrenamiento zen casi se confunden. Conocemos las influencias reciprocas de las artes marciales y el zen. El bushidô, la vía del guerrero, fue considerado como el zen en acción. Por otra parte, el zen japonés no es un arte marcial en el que se combata, no hay un enemigo exterior, sino un demonio interior: Mâra. Vencer es esencial: "Durante la meditación de la noche, ayer, sufrí de tal manera que tenía lágrimas en los ojos. Dolor, frío y fatiga son las tres cosas que me agobian. Todavía no soy capaz de vencerlas a pesar de los progresos que he hecho en mi zazen. ¡Cuánto esfuerzo para tan poca realización! Si mi deseo de vencer estas dificultades es inquebrantable, entonces puedo conseguirlo. Dar lo mejor de mi mismo todo el tiempo, este es mi objetivo, pero ¡qué difícil es! No dejarme abatir nunca, esto es lo esencial, siempre querer vencer, sin pensar en otra cosa que en concentrarme en el kôan." [9].

¿Es éste el zen que debemos practicar? Yo creo en otra manera de comprender la meditación, una forma no violenta, casi "femenina", respetuosa del cuerpo, opuestamente a la meditación viril del zen japonés. No hay nada que vencer en la meditación. Los meditadores no tienen que batir un récord. En algunos centros zen, la meditación se vuelve el objeto de una competición invisible (contra uno mismo, contra los otros): ¡se trata de aguantar! Para muchos descruzar las piernas unos minutos antes del gong fatídico se experimentará como un fracaso. Sin embargo, cada persona tiene su propia historia corporal. Debe aprender a manejar su meditación, no fundirse en un molde hierático cuya serenidad sólo sería aparente.

Lo cual no quiere decir que haya que dejar de meditar al mínimo calambre, se trata más bien de aprender a manejar las dificultades. El esfuerzo necesario debe encontrar su justo medio. El zen coreano propone un original método de gestión del dolor que podría ser recuperado. Al igual que en Japón los monjes coreanos meditan mucho. Para ellos el año está dividido en 4 períodos, de tres meses, dos grandes retiros formales y dos períodos intermediarios. Durante los retiros, el programa cotidiano comprende, generalmente, catorce horas de meditación por bloque de tres horas o, alternando, 50 minutos de meditación sentada seguida por 10 minutos de meditación en pie. Durante los períodos intermediarios se practica un poco menos y a "discreción". Esto significa que, durante cada bloque de tres horas, cada cual es libre de manejar su meditación a su gusto. Las tres horas no son marcadas todas las horas, cada cual puede practicar alternativamente las meditaciones sentadas y de pie a su propio ritmo. Se puede salir después de media hora de meditación sentada y practicar una hora de meditación de pie. Aquí tenemos una combinación astuta de una práctica rigurosa y, no obstante, adaptada a las posibilidades de cada uno. No merece la pena mencionar que los monjes prefieren este método más flexible [10]. En el Sôtô Zen japonés hay una tradición oral: en la época de Dôgen, se podía practicar "a discreción" la meditación de pie cuando se deseaba. Era suficiente levantarse del asiento de meditación.

En mi grupo las meditaciones duran 30 minutos y no 40 como en Japón. Esto no es anodino. Para numerosos occidentales, el umbral de lo difícilmente soportable o de lo insoportable se sitúa alrededor de los 30 minutos. Es mejor hacer una secuencia compuesta de 3 veces 30 minutos de meditación sentada, entrecortada por algunos minutos de meditación en marcha, lo que permite entrar en un estado de profunda concentración sin ser perturbado por los dolores físicos, más que hacer dos veces 40 o 45 minutos de meditación sentada... Los umbrales de dolor no son universales.

En una sala de meditación, debe estar prohibida toda violencia, hacia uno mismo o hacia otra persona. He elegido animar las sesiones de meditación como lo hacía el monje Ryôtan Tokuda durante los primeros años de su estancia en Francia: Me pongo de cara a la pared como cualquier otra persona, no me levanto, no utilizo el bastón y no hablo. Para mí se trata de respetar totalmente el espacio de meditación de cada uno. Sin imponer nada, sin recargar nada, sin inmiscuirse en ese espacio. En cinco años de práctica casi cotidiana en compañía de Ryôtan Tokuda, sólo le he visto levantarse tres o cuatro veces durante la meditación, la mayoría de ellas para observar las posturas. Una vez, le oí levantarse cerca de mí. Pero, apenas se había levantado, se volvió a sentar con la misma rapidez. Al final de la sesión, le pregunté el por qué de dicho cambio repentino. Me dio la siguiente conmovedora respuesta: "Cuando me levanté, me di cuenta de que el parquet hacía ruido. Tuve miedo de molestaros." Estas simples palabras me conmovieron; hasta entonces, no había visto u oído nunca a nadie reaccionar de esta manera. Mostraban su absoluto respeto por la meditación de cada uno. Más tarde, se convirtió para mí en una línea de conducta. Por supuesto, no se puede abandonar totalmente a las personas. Algunas tienen dificultades. Pero hace falta saber encontrar el momento en el que éstas puedan aceptar e integrar observaciones o correcciones. Ello no es necesariamente en el marco mismo de la meditación. "Rectificarlas" con el fin de que esten conforme al modelo de una postura ideal, sin tener en cuenta sus historias corporales o psíquicas, es, en el mejor de los casos, inútil, en el peor, perjudicial.

Éric Rommeluère, 2000, revisado 2008. Traducción : Roberto Poveda Anadón. Reproducción prohibida. Descargar en formato pdf.
 

Notas

[1] Taikan Jyoji, Itinéraire d'un maître zen venu d'Occident, Paris, Calmann-Lévy, 1996, pp. 154-155.

[2] Ibid., p. 83.

[3] David Le Breton, Anthropologie de la douleur, Paris, Métailié, 1995, p. 110.

[4] Omori Sogen, An introduction to Zen Training, London, Kegan Paul International, 1996, p. 146.

[5] Senzaki Nyogen, Soen Nakagawa, Eido Shimano, Namu Dai Bosa: A transmission of Zen Buddhism to America, New York, Theatre Art Books, 1976, p. 185.

[6] Taikan Jyoji, ibid., p. 60.

[7] Taikan Jyoji, ibid., p. 123.

[8] Taikan Jyoji, ibid., p. 40.

[9] Taikan Jyoji, ibid., p. 162.

[10] Robert E. Buswell, Jr., The Zen Monastic experience: Buddhist practice in contemporary Korea, Princeton, Princeton University Press, 1992, p. 167-168.


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